
Hay casos y casos. En mi barrio vive, desde hace muchos años, un matrimonio, un matrimonio como otro cualquiera, pero ellos son acribillados a miradas cuando se dan la mano por la calle, o cuando van a recoger a sus hijas al colegio. Este matrimonio, compuesto por una mujer y un hombre, “ciega y ciego”, como les llaman, porque eso es lo que prescribe en sus DNI, salen con sus amigas, van de compras y viajan cada verano. Y ahora, querido Ignacio, ¿me vas a decir que Lina, nuestra protagonista, no es capaz de dar tres pasos sola? Hay una clara diferencia entre ofrecer tu ayuda y obligar, de cierto modo, a que esa persona acepte tu ofrecimiento, y eso es, precisamente, lo que sucede en varias escenas de la obra literaria Sangre en el ojo, de la escritora chilena Lina Meruane.
Pensemos en el momento del aeropuerto, las palabras de la Lina no eran de alegría; “¿Una silla? ¿Si-lla de rue-das? ¿Por qué me pediste una silla? ¡Tengo dos piernas!” Déjame decirte, querido Ignacio, que ella no necesitaba una silla de ruedas en aquel momento, necesitaba el poder de decisión, la libertad que su ceguera le había arrebatado, ¿o fue su entorno quién se la robó? La ceguera de Lina no afectaba a su razonamiento lógico, a su inteligencia, a su pensamiento, ideología política, sexualidad o carácter. Entonces, ¿por qué es tratada como un cuerpo cuya única capacidad era “poder ver”? Ya no se tienen en cuenta otras características de la persona, no tiene permitido, tan siquiera, sentir, sentirse frustrada, llorar de desesperación al darse cuenta de que su propio marido la trata como a una flor que hay que regar para que no desfallezca. Eso ya no importa, porque te estás quedando ciega, y, es evidente, que el único y mayor de tus problemas es ese, o por lo menos, eso intuyen las personas de tu entorno.
Lina no pudo llorar frente a Ignacio, porque su súplica fue más un acto de egoísmo que de favor; “no llores, plis, eso me hace mierda”, ¿que no llore? Acabas de pedirme una silla de ruedas porque crees que soy incapaz de entrar por mi propio pie en un avión, crees que solo puedo vivir si es con ayuda de terceras personas. No, no soy “Lina la ciega”, soy Lina, y claro que voy a llorar, a gritar, a fumarme aquel cigarro que el oftalmólogo me prohibió, y que, a pesar de cumplir con mi parte del trato, mi enfermedad no cumplió con la suya. Claro que lo haré, pero sola, cuando ni tú ni nadie pueda verme, porque a tus ojos, los míos me definían como persona.
Hablemos de compasión, y es que, aquellas/os que no pertenecen al entorno habitual de las personas con discapacidad suelen tener esta actitud. Recuerdo ahora una entrevista que vi hace unos meses, en la que una persona anónima, y con algún tipo de discapacidad hablaba del típico “pobrecita, está enferma.” Ella insistía en que el hecho de tener una discapacidad no hace que seas una niña de tres años, y hablaba de la maldad, pues el hecho de ser ciega, como en el caso de Lina, no va a hacer que seas “buena persona”. Se asume que la persona ciega ha sufrido tanto que nunca haría el mal, y si lo hace, es justificable, porque “pobrecita, está mal.” Muchas/os pueden ver esto como un acto de “tolerancia”, o incluso de inclusión, pero, ¿alguien se para a pensar en cómo vive esta situación la persona a la que estás “comprendiendo”? Por supuesto que no.
Lina, en su viaje a Chile, pierde el equilibrio cuando va a regresar a su asiento, con tan mala suerte que cae sobre otra pasajera, que se toma esto bastante mal. La mujer no es muy comprensiva con Lina, que llevaba puestas sus gafas de sol, pero, en el momento en que la protagonista se quita sus gafas, la cosa cambia, ya no es una “maleducada” por llevar gafas de sol en un avión, ni una torpe por caerse, sino que se convierte en una pobre mujer discapacitada, y tal y como ella describe: “la compasión me hacía crepitar de odio.” ¿Te ha dejado de molestar que me cayera encima de tu asiento? ¿Ya no soy una patosa? ¡Por supuesto que lo soy! Porque ciega o sorda habría perdido el equilibrio en un avión con turbulencias, porque tú, pasajera, te tambaleas cuando el autobús para de golpe, o cuando el tren entra en la estación, pero a tí no te miran con lástima, eso es lo que nos diferencia.
No quiero compasión, quiero que me digas mis fallos, quiero que me insultes si te ha molestado mi actitud, quiero que me trates como a una persona, porque no ver no hará que sea buena, ni perfecta, porque, desde que soy ciega, todos me tratan como si mis errores no lo fueran, y pasasen a ser un “comportamiento condicionado por mi ceguera.”
A pesar de toda esta situación, Lina puede sonreír, sentirse bien, porque ha demostrado, por primera vez, que es capaz de valerse por sí misma, porque ninguna/o de las/os allí presentes se han percatado de que Lina no ha necesitado la ayuda de nadie para acudir al baño, porque ella supo adaptarse a la situación, y eso es algo que solo ella puede ver, porque el resto del mundo está demasiado ciego como para darse cuenta.
Una vez más se demuestra que ciega no es aquella que no ve, sino aquella que no quiere hacerlo.
Ya hemos hablado de las personas externas al círculo de la persona con discapacidad, pero, ¿qué sucede con los progenitores? Los individuos que te dieron la vida, o los que te condenaron a una incertidumbre perpetua, los que te llevaron al médico, o los que creen que pueden tratarte como a una paciente. Lina llega a Chile, baja del avión, pisa el aeropuerto, o mejor dicho, rueda en él, porque un sinónimo de “pérdida de visión” es “rotura de tobillo.” Llega el momento del reencuentro con su padre, un reencuentro en el que la primera pregunta debió ser “¿qué tal el viaje, hija?”, pero, tal y como ella esperaba, la primera pregunta fue “¿has traído los informes del oftalmólogo?” No esperes que en una consulta médica te hablen como si te conociesen de toda la vida, porque, claro está, que a la enferma sí la conocía, pero no a su hija. Podríamos llamarlo preocupación, curiosidad o gajes del oficio, pero, ¿por qué nadie, ni siquiera su padre, piensa en el estado anímico de Lina? El resultado de una prueba del oftalmólogo es más importante que saber cómo se siente tu hija. Era el momento de mostrar comprensión, pero no por su enfermedad, sino por ella, como hija, como humana, como ser sintiente, incluso es ella quién pide el cariño de su padre, “nunca he querido que seas mi médico, con que seas mi padre es más que suficiente.”, porque en aquel momento era lo que necesitaba. Lina deja de ser hija para ser paciente, porque sólo importa cómo evoluciona su enfermedad.
Aunque la sociedad se encargue de convertir una característica de alguien en su identidad, la persona seguirá siendo persona, cosa que podemos ver en la actuación de Lina cuando su familia insiste en operarla en Chile; “Cancelen la cita, insisto. Porque ni amarrada. Ni anestesiada, ¿me oyeron todos? Ni muerta voy.”
La persona con discapacidad sigue teniendo criterio propio, y no va a permitir que la maltraten. Lina tuvo una mala experiencia con el oftalmólogo de Chile, y no iba a permitir que volviera a tratarla de ese modo, porque ella tiene claro que no es un objeto de estudio, busca un trato digno, un trato que no esté condicionado por su enfermedad. Ella tiene claro quién quiere que la opere, dónde, cómo y cuándo, pues su ceguera no repercute en su forma de pensar, ni en su valor como ser humano.
La autora de esta obra, Lina Manaure, sufrió una pérdida de visión durante una época de su vida, lo que nos lleva a preguntarnos qué acontecimientos presentes en Sangre en el ojo son verdad y cuáles son ficción. Tema que se aborda en la propia obra cuando nuestra protagonista está a punto de ser operada, “¿qué es la ficción?” le pregunta una enfermera.
Ficción podría ser esta historia, o una serie cualquiera, pero no hay nada más verdadero que los sentimientos de Lina, sentimientos que este personaje comparte con muchas personas que viven en nuestro mundo, y que, por desgracia, han sufrido las miradas y los comentarios de terceras/os. Las personas que no cumplen con determinados prototipos han tenido que aprender a aceptarse, y a aceptar su condición, porque se nos obliga a “ser fuertes”, no podemos vivir como lo haría una persona que cumple con las normas establecidas, porque nuestra identidad se basa en nuestra diferencia, Lina no es ciega, Lina tiene ceguera, y otras muchas cualidades que se han visto suplantadas por una sola.
A las personas con condiciones que se salen de la norma se les pone una etiqueta, sabiendo que esa etiqueta les acompañará el resto de su vida, se las cataloga, como si fuesen productos de supermercado. Como si el ingrediente principal de la paella fuese la almeja, obviando al arroz. Como si ver o no ver fuese la base de tu existencia, porque la naturaleza es sabia, y ella sabe que aquella que no precisa del sentido de la vista, afina su oído, su tacto, su olfato. Porque no hay una sola forma de vivir, de concebir el mundo, de relacionarse, porque mi cualidad no me hace menos persona, porque tengo derecho a que validen mi sentir.
Porque mi enfermedad, mi condición, mi discapacidad, no hará que deje de ser yo, porque soy humana y merezco un trato digno. Porque puede que me quede ciega de vista, pero nunca de conciencia. Porque mi déficit de atención no me hace más infantil, porque merezco el trato que mereces.
Porque antes que la condición médica está la condición humana.
Somos diversos, sentimos, somos humanos (condición que nos diferencia de otros seres vivos). ¿Por qué muchas veces olvidamos esto?…Fantástica reflexión para pararse a pensar un rato.